A la mañana siguiente iniciamos nuestro día con un brutal desayuno inglés. De esos que llevan salchichas, habichuelas, huevos y demás. Una auténtica bomba de colesterol que no entiendo cómo pueden tomar a diario sin morir en tres o cuatro meses. Era muy temprano, pero fuimos bastante valientes y nos comimos todo lo que nos pusieron. Pedimos incluso cerveza, pero a las 8:30 de la mañana no suelen poner aunque te estés comiendo esa barbaridad. Y también fue curiosa la manera de entrarnos del dueño del bar (creemos que era chipriota o griego), pues pasábamos por la puerta de su negocio y salió a convencernos de que su opción de desayuno era la mejor.
Poco a poco, mientras engullíamos aquello, el local fue llenándose de obreros y demás parroquia que iba a ponerse las pilas a base de decenas de miles de calorías.
Después de esto, nos dirigimos a Green Park, que no está mal. Luego a Buckingham Palace, que es donde mal vive la Reina y sus secuaces, y después St. James Park (habían secado el lago, lo que decepcionó profundamente a Miguel), la Abadía de Westminster, el Parlamento y el Ding Dong (o Big Ben, como lo conocen algunos). Toda esa zona parece de mentira. Son tantos los edificios juntos que has visto tantas veces en televisión o fotografía, que parece un decorado. Impresionante la estatua de Churchill, por cierto.
Después pasamos por Trafalgar Square, dónde Nelson vacila desde su columna de muchos metros a franceses y españoles. Allí nos comentaba Miguel sus experiencias en una Noche vieja hace ya algunos años, ya que esa es la “Puerta del Sol” londinense.
Tras tanto caminar y observar fuimos a refrescarnos el gaznate. Y allí, en aquel pub, nos sentamos en una mesa en la que había un tipo de cierta edad, con la nariz del color del que ha probado el licor en más de una ocasión. Un tipo solitario que se dedicaba a mirar a la calle, mientras iba resolviendo crucigramas. Tras un buen rato en su misma mesa, y tras dos botellas de vino por su parte y una par de rondas de pintas por la nuestra, el tipo por fin rompió el hielo y empezó a charlar con nosotros. Bob se llamaba. Bob Esponja le llamábamos nosotros. Era un galés que tenía algún familiar latinoamericano y que había pasado algún verano en España. Le pegaba duro al vino, y decía pasar varias horas al día en esa ventana, viendo a la gente transitar. Ya estaba retirado, y por eso se podía hacer 15 kilómetros diarios para ir al mismo pub a zamparse el vino y cotillear por la ventana. Evidentemente, el tipo nos gustó desde el principio.
Y sus sabias palabras “lo bueno es que se puede fumar lo que quieras por la calle” nos animaron a ir relajados por Londres. Una temeridad que fue posible gracias al sabio consejo de un tipo con dos botellas de vino en el cuerpo. En fin.
Después de aquello; Covent Garden, Leicester Square, Picadilly y Carnaby St (que actualmente tiene de punk lo que ustedes de Borbones) fueron las siguientes paradas, antes de ir al Soho y a Chinatown.
Una paliza de día, en toda regla.
Después de aquello sólo pensábamos en retornar al Pub Nuestro de Cada Día, y allí terminamos la larga jornada en la que habíamos visto mucho y en la que Bob Esponja había tirado por tierra, ayudado por las dos botellas de vino, la imagen de gente poco abierta de los británicos.