
Desde mi segunda llegada a Madrid he cambiado algunos hábitos.
Parte de culpa la tienen los vaivenes de la vida, que han desplazado fuera de la capital a la mayoría de mis amigos. Y, por otro lado, porque al cambiar de trabajo y lugar de vivir, cambias también de recorridos, tiendas y bares.
El caso es que casi todas las mañanas me tomo un café en La Argentina.
La Argentina es un pequeño bar que está en la misma calle que la oficina. El sitio lo descubrimos Encar y yo cuando buscábamos casa lo más cerca posible del lugar de trabajo.
Estamos hablando de la Calle Infantas, paralela a la Gran Vía, en el Barrio de Chueca. En nuestra búsqueda, decidimos en un momento dado refrescar nuestros gaznates y dimos con el sitio.
Después de aquel día, cuando empecé a trabajar y, como tengo la extraña e insana costumbre de llegar unos minutos antes de mi hora, suelo visitar este lugar. Más que nada porque desde el principio me gustó su sencillez. Bar de los de toda la vida, muy pequeño, en el que incluso para entrar al aseo tienes que pasar por la barra, lo que hace que casi nadie lo utilice (yo lo hice el primer día, pero después de experimentar la dificultad de la maniobra que supone miccionar en este bar, mejor te aguantas y lo haces en otro sitio).
¿Qué hace de este local un lugar agradable? Básicamente la pareja que lo regenta. Por un lado ella (Amalia), que es simpática y que al segundo día ya recuerda qué es lo que te gusta tomar. Me llama siempre “majete” y de vez en cuando busca complicidad con la mirada cuando discute con su marido. Le he visto regalar comida a gente que ha entrado en el bar y también he visto como un tío pedía un café con leche y recibía una llamada de teléfono y entonces Paulino (el marido de Amalia) pedía votación a los que estábamos en el bar para ponerle la leche caliente, templada o fría, a la vez que explicaba que “en este bar mandamos todos!!”.
La decoración también es digna de mención. Gracias a ella he descubierto que sienten devoción por “Don Cascorro”, el vaquero que compra y vende tebeos en El Rastro, además de novelas, cuentos y álbumes de cromos desde 1975. Recoge incluso a domicilio, y se mueve a pueblos si es necesario, o al menos eso reza la publicidad. Como bien indica su nombre, va vestido de “cowboy”. Al principio pensé que era el propio Paulino, pero luego he descubierto que el personaje se llama Jesús y que es mensajero.
Amalia también tiene su sitio en las paredes de tan elegante sitio. Ella ha ganado concursos de croquetas y hay una fotocopia de una foto suya sentada en un taburete con una croqueta en una mano y un plato repleto en la otra. Amalia se preocupa porque una muchacha que trabaja en un supermercado de enfrente no coge las vacaciones que le corresponden. Ella es la encargada de llevar los cafés para las del súper y no le ayudan las compañeras. Además, a Amalia no le molesta que los gays se metan mano en su bar, pero que no sea a las 9:00 de la mañana, que sea por la tarde, que en ese momento hay gente que entra a trabajar. Esa explicación se la dio a una pareja que incluso terminó disculpándose ante ella, para mi asombro.
Otro personaje que frecuenta el bar es una señora muy gruesa que duerme en la calle. Paulino y Amalia le dan de desayunar fiado. Al cabo de los días, la indigente le paga los atrasos y vuelve a dejar una púa, a cambio de escuchar los consejos de los dueños pidiéndole que tenga cuidado y que no se lo gaste todo en coñac y tabaco.
Es casi plantilla en el bar un hombre sesentón que fuma pitillos pero que nunca toma nada. Les trae la prensa y suele indignarse cuando cuenta en voz alta que algunas personas van a su quiosco y le piden un ejemplar de prensa gratis de esos que dan en el Metro, que es su máxima competencia, claro.
Y más o menos así parecen pasar los días en La Argentina. No he explorado su fauna de tarde, pero seguro que es tan rica e interesante como la matutina.
Mañana volveré a ir y me volverán a preguntar si la leche caliente y diré que sí aunque sé que se pasan y aquello no hay quien se lo tome hasta pasado un tiempo, y permaneceré en silencio casi todo el rato solamente observándoles y mirando de vez en cuando el debate que siempre tienen puesto en la tele.
Como decía Rosendo, de andar por casa.